martes, 10 de marzo de 2015

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lanacion.com | Opinión
Lunes 11 de agosto de 2014 | Publicado en edición impresa

El país esta vez no está tan solo

Por Juan Gabriel Tokatlian  | Para LA NACION
Se ha dicho y se dice que el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, electo democráticamente, ha utilizado el tema de los denominados fondos buitre en 2014 tal como el régimen autoritario de Leopoldo Galtieri usó el tema de la ocupación de las islas Malvinas en 1982. Esto es: para exacerbar un nacionalismo bravucón, para legitimar una conducta agresiva ilegal y para ganar réditos políticos transitorios. No creo que esa analogía sea atinada, que le resulte útil al Gobierno, ni que la comparación brinde dividendos electorales futuros a la oposición.
Esto no implica negar cierta similitud, pero de otro orden, entre las Malvinas y los buitres. Dejemos de lado por un momento la naturaleza de las decisiones (en un caso, un acto bélico y en el otro, el incumplimiento de una sentencia); el juicio sobre las razones que las impulsaron; la evaluación del temperamento y el estilo de los que las adoptaron; la valoración de la diplomacia que las acompañó y el veredicto acerca del poder relativo real del país para embarcarse en aquellos cursos de acción. Por un instante, en lugar de mirar hacia adentro observemos hacia afuera. Más que centrarse en la política interna, analicemos los dos temas desde el ángulo de la política mundial.
La Guerra de Malvinas se produjo en medio de un fuerte recalentamiento de la Guerra Fría; implicó un gran desafío para la segunda potencia militar de Occidente y se gestó por iniciativa de un Estado del Sur y contra una potencia del Norte. Una eventual victoria de la Argentina hubiese tenido reverberaciones estratégicas impredecibles que trascendían las relaciones entre Buenos Aires y Londres. Aunque se trata de una afirmación contrafáctica, los análisis públicos, oficiales e independientes que hoy conocemos muestran que resultaba inadmisible para los países centrales el triunfo militar argentino. Así, Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa Occidental, tanto en el marco de la OTAN como en la ONU, tuvieron un comportamiento monolítico frente a la Argentina: apoyos recíprocos y sanciones compartidas. Una vez que las FF.AA. del país decidieron persistir en la ocupación de Malvinas ya no hubo retorno: la Argentina debía ser disciplinada militarmente.
Entre 1981, cuando los militares argentinos se hicieron más visibles en América Central debido a sus operaciones contra-insurgentes encubiertas, y 1982, con Malvinas, la Argentina pasó de estar alineada con Estados Unidos y ser un cruzado cristiano y anticomunista a convertirse en un paria que osó desafiar a Occidente. A veces y frente a determinadas crisis, la política mundial es tan vertiginosa, inesperada y cruel que algunos de sus protagonistas no alcanzan a ponderar el alcance de sus acciones.
El tema de los holdouts se produce en un contexto distinto. La gran recesión de Occidente no ha sido aún superada; en algunos tableros mundiales avanza un multipolarismo complejo; el Sur parece incrementar su voz y peso en los tópicos globales y la influencia de la sociedad civil internacional y de distintos actores no estatales es mayor que en el pasado. El caso de los fondos buitre representa un delicado y contradictorio conjunto de principios, posiciones y pugnas. Cuestiones como la soberanía, el derecho, la equidad, las finanzas, la geopolítica y asuntos como el poder de los Estados, la gravitación de fuerzas transnacionales y el papel de las instituciones atraviesan el tema. A diferencia de 1982, la Argentina no parece estar tan sola. Sin embargo, los respaldos que ha recibido el país no deberían llevar a confusión: la postura argentina frente a los buitres constituye un hecho infrecuente que tendrá consecuencias globales importantes.
La disputa sobre la regulación o no del capital financiero es un fenómeno decisivo de la política mundial que refleja una tensión creciente entre asentir o impugnar un orden cada vez más injusto e inequitativo. La Argentina, sin proponérselo, terminó ubicada en esa intersección conflictiva de distintas fracciones del capital que escasamente se ven condicionados por los dichos de Barack Obama, Angela Merkel o Xi Jinping.
En el mejor escenario para el país se logrará frenar parcialmente el poder de los especuladores globales. La perspectiva inquietante y ruinosa para los argentinos es que se vuelva a imponer la disciplina a como dé lugar. En menos de un año, la Argentina cerró un contrato con Chevron que muy pocos conocen en detalle, asumió los pagos que perdió ante el Ciadi en casos muy emblemáticos, llegó a un compromiso multimillonario con Repsol y firmó un acuerdo con el Club de París, pagando un monto enorme de punitorios. Hizo todo por mostrarse pro occidental. Hoy, sin embargo, puede convertirse en el "conejillo de indias" de una disputa financiera que la excede y en la que varios gobiernos de Occidente no tienen una postura antiArgentina. Por el contrario, muchos sectores en Europa y Estados Unidos no comparten el sentido y el alcance del fallo del juez Thomas Griesa; lo cual tampoco debe interpretarse como una señal contraria a una solución negociada.
En poco tiempo se podrá evaluar el alcance de la semejanza entre Malvinas y buitres que propongo acá y que no es de naturaleza doméstica. Pronto sabremos si el país será objeto de un nuevo disciplinamiento, esta vez financiero, o si asistimos al gradual inicio de un freno a la especulación y al esbozo de instituciones internacionales para el manejo de deudas soberanas. En este caso, no habrá que lanzarse a un festejo desbordado, sino asumir los grandes retos internos de equidad y justicia que siguen pendientes. Aún queda un año de gobierno.




Argentina: antecedentes y perspectivas tras el fallo de la justicia estadounidense.
Una de piratas
Por Claudio Scaletta
El conflicto con los fondos buitre dificulta el plan oficial de recomponer el frente financiero y conseguir créditos en el exterior, lo que impactará en la evolución del PIB. Sin embargo, la estrategia de sostener la demanda puede concretarse por otras vías, mientras se utiliza el poder del deudor para negociar con los holdouts.
Hay conceptos que el poder logró estigmatizar y que, aunque especialmente obvios, a veces necesitan ser explicados nuevamente. Uno de ellos es el de colonialismo. Lo que define una relación colonial, al margen de sus formas, es la extracción del excedente económico. En la América hispánica, por ejemplo, la apropiación del excedente se aseguraba por la vía del monopolio del comercio. No por nada uno de los lemas de la Revolución de Mayo fue “por la libertad de comercio”. Incluso después de la formación de los Estados nacionales el comercio continuó siendo el mecanismo de extracción por excedencia. Su legitimación teórica la brindó David Ricardo, con su teoría de las ventajas comparativas. Las ventajas de las colonias eran los productos primarios; las de la metrópoli, las manufacturas, una garantía de que las primeras se mantendrían como proveedores subdesarrollados. La nueva metrópoli, Inglaterra, no necesitaba plantar bandera; con el liberalismo económico era suficiente. En paralelo fue ganando peso un factor adicional, la dimensión financiera de estas relaciones, que no tardarían en plasmarse en endeudamiento externo. En Argentina, si bien es posible remontarse como modelo al empréstito de la Baring en los albores de la independencia, el mecanismo financiero fue colateral hasta bien entrada la última dictadura cívico-militar. Fueron los primeros gobiernos democráticos quienes comenzaron a sufrir las condicionalidades asociadas al nuevo estatus de país sobreendeudado. Para los acreedores ya no se trataba sólo de una simple relación comercial, sino de la capacidad de influir sobre el total de la política económica.
Con el plan Brady de fines de los 80 apareció la figura de los acreedores como “bonistas”. La titularización de la deuda en bonos negociables, en reemplazo de deudas directas a un club de bancos, como ocurría hasta 1989, licuó la posibilidad de rastreo sobre el origen de las acreencias. Los 90 fueron la década del constante refinanciamiento de los vencimientos a tasas crecientes. La convertibilidad, al demandar un permanente ingreso de capitales para sostener un tipo de cambio sobrevaluado, potenció el problema. El blindaje de José Luis Machinea y el megacanje de Domingo Cavallo fueron los últimos manotazos de ahogado que supuestamente evitarían el default y sus consecuencias.
La nueva democracia renació sujetada. Fueron los tiempos de las cotidianas misiones del FMI y sus consecuencias: políticas que aplastaron ramas enteras de la economía, liquidaron el capital social acumulado y avanzaron sobre los derechos de los trabajadores. Las medidas más extremas de enajenación del patrimonio público, que alcanzaron su cenit con la privatización de YPF, pero también con la lisa y llana reducción nominal de salarios y jubilaciones, se justificaron con un único argumento: “Es lo que nos pide el FMI”. El objetivo declarado era ser “confiables” para los mercados, lo que supuestamente garantizaría la continuidad de los flujos financieros.
Para quienes vivieron estos procesos, la situación por la que hoy atraviesan muchos países altamente endeudados de la periferia europea es una terrorífica película ya vista: en el centro de la trama reaparecen las misiones de los organismos financieros, los ajustes para garantizar el repago de las deudas, la liquidación del patrimonio público en favor de empresas de los países acreedores y la pérdida de derechos sociales. Como contrapartida, el mecanismo de sujeción, de cristalización de la relación colonial – el endeudamiento en divisas – no sólo se mantiene intacto, sino que gana peso. Y ello a pesar de que, en el proceso, nunca se cortan los dos objetivos fundamentales de la relación colonial: la transferencia del excedente y la imposición de políticas. El colonialismo siglo XXI es sofisticado y multidimensional.
El poder del deudor
La explicación que antecede parece larga pero resulta indispensable. La actual disputa con los fondos buitre no es un problema económico. Es un problema político de cuestionamiento al orden colonial; al statu quo internacional. Pero un cuestionamiento al que Argentina fue empujada.
Tras el trauma del default y la devaluación, que se concretaron de hecho a principios de diciembre de 2001, cuando se instauró el corralito y los dólares ya no estaban, el deterioro social de la crisis llegó a su pico durante el 2002. Los poderes financieros globales, que en 2001 le habían bajado el pulgar al país, pensaron que el caso argentino serviría de escarmiento para que nadie creyera que la cesación de pagos era un camino posible.
Pero algo salió mal porque Argentina comenzó a ensayar una vía alternativa, tanto en materia de política económica como de endeudamiento. En principio, los flujos de recursos del exterior quedaron cortados y la cesación de pagos se mantuvo hasta 2005. El crecimiento que comenzó a registrarse en 2003 se sustentó entonces con recursos propios. Su lógica, que rige hasta el presente, fue el sostenimiento de los componentes de la demanda agregada: el consumo, la inversión, el gasto del sector público y el neto del comercio exterior. Si bien es cierto que existieron precios favorables para los commodities, un beneficio que alcanzó a todos los países de la región, la tasa de crecimiento del PIB se mantuvo varios puntos por encima del promedio regional. Hartos de no cobrar, luego de extensas negociaciones, los tenedores de bonos en default aceptaron en 2005 una reestructuración con una quita superior a todas las renegociaciones soberanas realizadas hasta entonces. El país hizo valer un poder que nunca había usado: el poder del deudor. Con la reapertura del canje en 2010, casi el 93 por ciento de la deuda quedó regularizado. Hoy muchos lo olvidan, pero desde el principio la reestructuración intentó ser boicoteada por los organismos financieros internacionales. Para colmo, en los primeros días de 2006, inmediatamente después de la reestructuración y cuando el nivel de reservas internacionales era similar al del presente, el país pagó en efectivo casi 10 mil millones de dólares adeudados al FMI, con lo que se desembarazó de su ruidosa injerencia. Como reseñó el ministro Axel Kicillof en la reunión del Grupo de los 77 más China realizada en la ONU, el país lleva pagados desde la reestructuración 190 mil millones de dólares, 100 mil de ellos en divisas. No parece precisamente el “defaulteador serial” que por estos días se describió en la prensa financiera.
(…)
Escarmiento
Argentina puede decir que en su disputa con los fondos buitre cuenta con el apoyo de los gobiernos de Estados Unidos, Rusia, Francia, la Unasur, la Celac y el G-77 más China. Sin embargo, a la hora de enfrentar sus pasivos deberá hacerlo con su bolsillo. Quizá sea necesario que la solidaridad internacional se transforme en algo más que declaraciones. Por otro lado, resulta llamativo que el supuesto apoyo del gobierno de Barack Obama no sea capaz de impedir singularidades de dudosa rigurosidad jurídica como el fallo neoyorquino. Son muchos los instrumentos con los que, más allá de la división de poderes, cuenta un gobierno imperial. Volviendo a la relación colonial y sus dos objetivos principales, lo concreto es que Argentina representa un modelo que logró debilitar el instrumento de sujeción. Más allá de la discusión por las cifras, resulta innegable que la relación deuda/PIB, y especialmente deuda en divisas/PIB, se redujo drásticamente en la última década. Y ello en un marco de crecimiento y de recuperación del patrimonio público, el empleo y los derechos de los trabajadores. El país es un mal ejemplo y no parece casual que las distintas células del poder financiero global se articulen para hacer tronar el escarmiento.
Muchos economistas, incluidos premios Nobel, sostuvieron que la decisión del Poder Judicial estadounidense afectará futuras reestructuraciones de deuda soberana y que el triunfo de los buitres es una pésima señal para el sistema. Se habló incluso de que Nueva York podría verse afectada como plaza financiera global. Una lectura alternativa es que el fallo no es un hecho aislado producto de la animadversión de un juez menor sino que representa una clara señal del poder imperial de que la opción elegida por el país no puede ser el camino, ni en la relación con los mercados financieros globales ni en materia de política económica.
Sobre este último punto resulta especialmente gráfico un artículo del diario La Nación del martes 24 de junio: “La sensación frente a la posibilidad de un acuerdo es mixta: por un lado, se quiere que haya un final feliz, los inversores cobren y el país no caiga en otro default. Pero tampoco desean que esto signifique un flujo inmediato de fondos desde el exterior que le permita a la presidenta Cristina Kirchner ejercer poder de veto sobre su sucesor o, eventualmente, mantener sus chances para competir en las elecciones presidenciales de 2019” (2) (las cursivas son propias). Resulta notable que la voluntad de injerencia del poder financiero sobre la política interna se escriba tan literalmente.
(…)
Claudio Scaletta es economista.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur


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